Antonio de Diego Arias. España

Antonio basa toda su obra en el discurso, busca en todo momento comunicar para gritar -comenzando por dar un sopapo sonoro al espectador con la utilización de colores y materiales contundentes- que el mundo es comunicación, que la vida es comunicación, que la historia se resume en el complejo transcurrir y entretejer humano de encuentros y desencuentros.

 

C’era una volta..., Once upon a time..., Il était une fois, así nos llama la atención Antonio sobre su obra, como desde la noche de los tiempos se ha comunicado el ser humano y a partir de cuyo enunciado todo el mundo guardaba silencio, érase una vez... el hombre asombrado por su entorno quien, muy probablemente, antes de empezar a poner nombres a las cosas ya había dibujado aquella bola de fuego que sabía en qué modo determinaba su existencia, y pintó una espiral, el símbolo del poder máximo, del principio y fin de la vida; y cuando pasó el tiempo y la espiral llegó al Mediterráneo se convirtió en el laberinto, el desconocido, peligroso e intrincado camino (que no es otra cosa que el recorrido vital) que debe seguir el ser humano para obtener el conocimiento. Y como el hombre necesitaba comunicar a otros hombres sus habilidades, sus triunfos derrotando minotauros, sus inquietudes, sus miedos y sus relaciones con lo divino, buscó crear un lenguaje común que diera existencia a una comunidad de hombres muy diversos entre sí, y entonces los fenicios inventaron el abecedario y lo hicieron primero mediterráneo y comercial y religioso. Con él se quedaron los griegos que lo pasearon por el mundo conocido haciendo pensar a todo hombre que se asomaba a las orillas del Mar Blanco, como llamaron los turcos al Mediterráneo recogiendo la vieja tradición china para denominar los puntos cardinales. Pero sólo con Roma se consigue crear un lenguaje universal de comunicación: Norte, Sur, Este y Oeste se ven unidos por innumerables líneas de enlace, como infinitas calzadas que a modo de cuerdas se entrelazan formando uniones, complicidades, puntos de encuentro. Resulta paradójico que aquel hombre que sentía pánico y respeto al mirar al cielo, que se sintiera un día tan sólo, haya sido capaz de crear muchas redes de comunicación, tantas formas de diálogo y de contacto que puede llegar a constituir islas de soledad, mundos a parte, que convierte las redes en verjas degenerando en auténticos muros de incomprensión.

El Antonio de Diego mesetario se hizo Mediterráneo a fuerza de absorber y comprender el sentido profundo del ser romano, pero añadió a ello la pasión de lo andaluz cuando arrastrado por el fatum del amor se subió -otra vez- a una colina de Almería para dialogar en el desierto con otros hombres y mirar muy despacio al cielo buscando lazos, espirales, huellas, materiales, cuerdas y nudos...

 

Antonio genera su propia moraleja: una metáfora de la vida, de muchas vidas, de nuestras propias vidas, cuando las ganas de comunicar, de decir, de buscar, de encontrar y tener al otro, nos sorprenden tantas veces en mundos aparte, como metidos en cajas y cerrados con llave, tontamente fuera de cobertura.

 

Fernando García Sanz. Historiador

 

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